| Foto tomada de AP. |
La madrugada del 14 de noviembre de 1985 marcó para siempre la historia de Colombia y la memoria mundial. Entre los miles de afectados por la avalancha del Nevado del Ruiz, una niña de trece años llamada Omayra Sánchez se convirtió en símbolo de la tragedia y de las fallas que rodearon el rescate. Atrapada entre los escombros de su casa en lo que fue Armero, su serenidad y valentía ante las cámaras revelaron la dimensión humana del desastre. Su imagen recorrió el planeta, convirtiéndose en una de las fotografías más emblemáticas del siglo XX.
Durante casi 60 horas, Omayra luchó contra el agua, el barro y los restos de concreto que impedían su liberación. Rodeada de rescatistas, médicos y periodistas, su historia se volvió el epicentro emocional de una tragedia que dejó más de 23.000 muertos. Pero, a pesar de los esfuerzos improvisados, las dificultades logísticas y la ausencia de maquinaria adecuada impidieron su rescate. Su caso reveló las enormes limitaciones operativas del Estado colombiano para responder a una emergencia de esa magnitud.
Las imágenes captadas por el fotógrafo francés Frank Fournier, quien documentó sus últimas horas, se convirtieron en un llamado global de atención. La fotografía en la que Omayra mira directamente a la cámara, con los ojos enrojecidos pero llenos de dignidad, ganó el prestigioso World Press Photo 1986. La historia trascendió el periodismo: se transformó en símbolo de resistencia, fragilidad y abandono estatal. El mundo entero preguntó: ¿por qué nadie pudo sacarla?
Omayra habló con periodistas, cantó, pidió agua, recitó oraciones y preguntó por su familia. En un testimonio estremecedor, mantuvo la lucidez hasta el último momento. Sus palabras reflejaban miedo, pero también aceptación y una madurez impactante para su edad. Para muchos, su espíritu inquebrantable condensó el dolor de un país entero y la impotencia de los rescatistas que, sin equipos ni apoyo logístico, hicieron lo humanamente posible por salvarla.
El obstáculo insalvable fue su propia posición: atrapada entre un techo y escombros que comprimían sus piernas, retirar la estructura sin maquinaria significaba arriesgar su vida inmediatamente. Varios médicos explicaron después que la amputación sin anestesia adecuada o la extracción a la fuerza habrían causado una hemorragia fatal. Su permanencia en el agua helada aceleró un cuadro de gangrena y shock, sellando su destino. Su muerte expuso la crudeza del desastre y la precariedad institucional de la época.
Tras su fallecimiento, el país inició un proceso de duelo colectivo. Miles de personas en Colombia y el mundo enviaron mensajes, cartas y homenajes. La memoria de Omayra trascendió su historia personal: fue adoptada como símbolo de las víctimas invisibles, de los niños desaparecidos y de una tragedia que dejó heridas difíciles de cerrar. En Armero, donde hoy se levanta un parque conmemorativo, su nombre ocupa un lugar central en los actos de memoria.
A lo largo de los años, Omayra ha sido inspiración en documentales, libros, investigaciones y obras artísticas. Su nombre reaparece cada vez que Colombia reflexiona sobre prevención del riesgo, capacidad de respuesta y protección de la niñez en escenarios de emergencia. Su historia es recordada en escuelas, medios de comunicación y espacios académicos, convirtiéndose en una advertencia permanente sobre la necesidad de sistemas de alerta y acciones tempranas.
Cuarenta años después, la historia de Omayra Sánchez continúa siendo un espejo emocional del país. En ella se refleja la fragilidad humana frente a la naturaleza, pero también el coraje, la dignidad y la luz que puede surgir en medio del dolor más extremo. Su memoria vive no solo como símbolo de la tragedia, sino como un llamado a la responsabilidad, la solidaridad y la vida. Omayra, con su mirada serena y su fortaleza, permanece en la conciencia colectiva como un recordatorio de lo que nunca debió suceder.
