| Foto tomada de Fundación Armando Armero |
El 13 de noviembre de 1985 amaneció como un día normal en el centro del país. El Nevado del Ruiz, que llevaba meses emitiendo señales de actividad, se mantuvo cubierto por una espesa neblina que impidió a los observadores ver lo que ocurría en su cráter. En Armero, la vida transcurría con total normalidad: los colegios cerraban sus jornadas, los cultivos eran recogidos y las familias se preparaban para las novenas de fin de año. Nadie imaginaba que esa noche sería la última para más de 23.000 personas.
A las 3:06 p. m., una fuerte erupción expulsó columnas de gas y ceniza. Las autoridades regionales fueron alertadas, pero las condiciones climáticas y la falta de comunicación retrasaron la activación de protocolos. Horas después, a las 9:08 p. m., una segunda explosión mucho más poderosa abrió la estructura glaciar. El calor volcánico derritió cerca de 10 millones de metros cúbicos de hielo, generando gigantescos flujos de lodo, roca y agua: los lahares, que descenderían como ríos asesinos hacia los valles del Lagunilla y el Chinchiná.
Mientras el volcán rugía, en Armero llovía suavemente. El sonido del río crecía, pero los habitantes lo atribuían a la tormenta. La radio local recibía reportes confusos: algunos pedían evacuar, otros desmentían el peligro. A las 10:30 p. m., los lahares llegaron al cañón del Lagunilla con una velocidad aproximada de 60 km/h. En cuestión de minutos pulverizaron puentes, fincas, carreteras y postes eléctricos. A esa hora, la mayoría de familias ya dormía.
A las 11:35 p. m., el lahar alcanzó la planicie de Armero. La ola de lodo tenía entre 2 y 12 metros de altura, arrasando todo a su paso. Las casas se desintegraron como si fueran de cartón. El hospital, los colegios, la iglesia, las tiendas y la plaza fueron sepultados en segundos. Un estruendo indescriptible acompañó la oscuridad total tras la caída del sistema eléctrico. Las personas despertaron atrapadas entre barro, maderos y escombros, sin entender qué había ocurrido.
Los sobrevivientes describen aquella noche como un infierno líquido, donde miles gritaban pidiendo auxilio mientras eran arrastrados por el lodo caliente. El barro los cubría hasta el pecho o el cuello, inmovilizándolos como cemento fresco. Muchos murieron por asfixia, hipotermia o golpes violentos. Otros resistieron aferrados a troncos o techos flotantes. Los lahares tardaron menos de 20 minutos en borrar por completo el municipio.
La tragedia no terminó ahí. En la madrugada del 14 de noviembre, comenzó una caótica operación de rescate sin luz, sin vías y sin equipos. Los helicópteros solo pudieron operar al amanecer. Desde el aire, los pilotos narraron una escena desoladora: donde había un pueblo vibrante, ahora solo quedaba una planicie gris. Cientos de personas levantaban las manos desde pequeños islotes de lodo, esperando ser encontradas. Fue la primera imagen global del desastre.
El rescate fue heroico pero insuficiente. Soldados, bomberos, voluntarios, campesinos y periodistas se unieron para sacar a quienes aún respiraban. Las víctimas eran tantas que no existían camillas, vehículos ni personal médico suficiente. En algunos puntos, los rescatistas debían elegir entre dos vidas porque no podían salvar ambas. Pese al esfuerzo, más de 20.000 personas fallecieron esa noche, convirtiendo a Armero en la peor tragedia natural en la historia reciente de Colombia.
Con el paso de las horas, el país comprendió la magnitud del desastre. Armero desapareció para siempre, dejando un vacío físico y emocional que aún atraviesa la memoria nacional. La noche del 13 de noviembre no solo marcó el fin de un pueblo, sino también el inicio de preguntas que siguen vigentes: ¿se pudo evitar?, ¿por qué las advertencias no fueron atendidas?, ¿cómo recordar sin repetir? A cuarenta años, las respuestas siguen siendo tan profundas como el lodo que lo sepultó.
