| Foto tomada de Historias de Colombia (Facebook) |
Antes de aquella noche trágica de noviembre de 1985, Armero era sinónimo de prosperidad, fe y trabajo. Ubicada al norte del Tolima, en medio de fértiles llanuras bañadas por los ríos Sabandija y Lagunilla, la población contaba con más de 30.000 habitantes dedicados al comercio, la agricultura y los servicios. Era conocida como la Ciudad Blanca por el color de sus casas y el espíritu cívico de su gente, que hacía de sus calles un símbolo de orden, limpieza y progreso, además de su poderío en la producción nacional de algodón, convirtiendo a esta en la segunda ciudad del departamento del Tolima, solo superado por su capital Ibagué.
Su economía giraba alrededor de la tierra. Los cultivos de arroz, algodón, sorgo, café y ajonjolí abastecían buena parte del mercado nacional, convirtiendo al municipio en uno de los motores agrícolas del país. La Cooperativa Agraria de Armero, su molino de arroz y sus ferias ganaderas daban empleo a centenares de familias campesinas. Los domingos, el mercado central hervía de vida y aromas, mientras los comerciantes ofrecían frutas, quesos, telas y herramientas de labranza.
El corazón del pueblo era el Parque de Bolívar, rodeado por la iglesia, la alcaldía, el hospital y los colegios. En las tardes, los niños jugaban bajo los samanes y los adultos conversaban en los cafés. Armero era una ciudad viva, ordenada y alegre, donde la música, las fiestas patronales y las novenas navideñas reforzaban el sentido de comunidad. Las noches frescas eran testigo de serenatas, bailes en clubes sociales y familias que se reunían a compartir historias.
En materia de infraestructura, el municipio mostraba un notable avance. Contaba con un hospital moderno, cine, bancos, emisora, acueducto y energía estable. El Hospital San Lorenzo era uno de los más reconocidos del Tolima y su Colegio Nacional formaba generaciones de bachilleres que más tarde migraban a Bogotá o Ibagué para estudiar ingeniería, medicina o derecho. La pujanza local era ejemplo de organización regional y orgullo de sus habitantes.
Pocos, sin embargo, recordaban que Armero estaba edificada sobre antiguos depósitos de lodo volcánico. Los ancianos hablaban de un desastre ocurrido en 1845, cuando una avalancha del Nevado del Ruiz arrasó con pueblos vecinos. Pero la memoria del peligro se había diluido con los años. “Aquí no pasa nada”, repetían los campesinos, confiados en la distancia de más de 40 kilómetros entre el cráter Arenas y su apacible municipio.
A comienzos de los años ochenta, los científicos empezaron a observar señales inquietantes: sismos, fumarolas y cambios térmicos en el volcán. En 1984, el Servicio Geológico Colombiano emitió un informe que advertía sobre la posibilidad de una erupción, pero la calma rural prevaleció. Los mapas de riesgo circularon poco y las autoridades locales subestimaron el peligro. En el imaginario popular, el Nevado del Ruiz seguía siendo una montaña dormida.
En 1985, el pueblo vivía su cotidianidad sin sobresaltos. Las misas dominicales llenaban la iglesia, el tren de carga cruzaba las tardes, los niños corrían detrás de los globos y los campesinos regresaban al anochecer con sus mulas cargadas de arroz. Era una comunidad unida, de costumbres sencillas, donde todos se conocían por su nombre y donde el trabajo era motivo de orgullo. La vida se desplegaba serena, sin sospechar que el tiempo se agotaba.
Armero era una historia de esfuerzo y esperanza escrita sobre tierra fértil. Un pueblo que había aprendido a confiar en la generosidad del volcán sin saber que esa misma montaña, algún día, reclamaría su territorio. Cuarenta años después, su recuerdo sigue vivo: el de una ciudad laboriosa, alegre y próspera que desapareció bajo el lodo, pero nunca de la memoria de Colombia.
