| Foto tomada de Historias de Colombia (Facebook) |
Tras la tragedia del 13 de noviembre de 1985, Colombia prometió reconstruir Armero como un acto de justicia, memoria y reparación. Sin embargo, lo que empezó como un compromiso nacional pronto se convirtió en uno de los fracasos más dolorosos de la política pública en el país. A pesar de múltiples planes, recursos y discursos, Armero nunca renació. Su reconstrucción se estancó entre decisiones improvisadas, disputas burocráticas y el temor permanente por la amenaza del volcán Nevado del Ruiz, que redefinió para siempre el mapa humano y emocional del Tolima.
En los días posteriores a la avalancha, el Gobierno Nacional anunció la creación del municipio provisional de Armero-Guayabal y planteó un ambicioso proyecto para reubicar a la población superviviente. Sin embargo, los estudios técnicos advirtieron que la zona seguía siendo vulnerable a nuevas erupciones y crecientes lahares. Ante este riesgo, las autoridades descartaron la reconstrucción en el sitio original, pero tampoco lograron consolidar un nuevo centro urbano que reemplazara su relevancia agrícola y comercial. El desarraigo se convirtió, entonces, en la condición permanente de miles de familias.
Durante la segunda mitad de los años 80 surgieron múltiples comités, fondos de reconstrucción y propuestas de urbanismo para crear una “nueva Armero”, pero ninguna prosperó. Las tensiones entre el Gobierno Nacional, la Gobernación del Tolima y los organismos encargados de la emergencia ralentizaron los procesos. Las ayudas no llegaron de manera uniforme, la compra de tierras para reasentamientos se demoró años y muchas de las obras pensadas nunca pasaron de diseños preliminares. Así, entre la promesa y la incertidumbre, las comunidades comenzaron a dispersarse.
Las autoridades impulsaron la reubicación en Guayabal —que posteriormente tomaría el nombre de Armero-Guayabal—, pero este municipio no alcanzó a convertirse en el centro neurálgico que alguna vez fue Armero. La infraestructura resultó insuficiente para absorber a todos los desplazados, los proyectos productivos no lograron sostenerse y el tejido económico que sostenía al antiguo pueblo jamás se reacomodó. Para miles de familias, el reasentamiento significó empezar desde cero, sin recursos, sin tierras y sin garantías de estabilidad laboral.
A esta complejidad se sumó la falta de claridad en el manejo de los recursos destinados a la reconstrucción. Informes de la época señalaron irregularidades, demoras injustificadas y mala planeación en varios contratos. El caso más simbólico fue la construcción del “Nuevo Armero”, un proyecto urbanístico que nunca avanzó más allá de ciertas obras básicas y que décadas después sigue siendo un fantasma de lo que pudo haber sido. La sensación generalizada fue que el Estado no logró responder con la eficacia que la magnitud de la tragedia exigía.
Mientras tanto, el antiguo Armero fue declarado oficialmente campo santo y zona de alto riesgo, lo que impidió cualquier intento de urbanización futura. El territorio quedó como un espacio suspendido en la memoria, un paisaje donde las ruinas, los árboles gigantes y los caminos cubiertos por ceniza se mezclaron con los recuerdos de un pueblo que alguna vez fue próspero. Las familias retornan cada aniversario para dejar flores, caminar entre los vestigios y reclamar que el Estado no cumplió la promesa de reconstrucción.
A lo largo de los años, distintos gobiernos han impulsado iniciativas de recuperación simbólica, turística o memorial, pero ninguna ha respondido al vacío estructural que dejó la ausencia de un plan integral desde 1985. Monumentos, centros de interpretación, museos comunitarios y rutas de memoria han intentado resignificar el lugar sin que exista una verdadera política pública de largo plazo. Los sobrevivientes insisten en que la reconstrucción nunca fue solo física: requería atención psicosocial, restitución económica y un plan territorial sostenible.
Cuarenta años después, Armero sigue siendo un símbolo nacional de dolor, pero también de la incapacidad estatal para ejecutar procesos de reconstrucción eficaces. El lugar permanece como un testimonio silencioso de un país que no supo —o no pudo— devolverle un hogar a miles de víctimas. Y aunque los campos hoy reverdecen, la historia de la fallida reconstrucción continúa siendo una herida abierta en la memoria colectiva, una lección que Colombia aún no logra saldar.
