Cuarenta años después de la tragedia que borró a Armero del mapa, el futuro de este territorio sigue siendo un tema abierto, lleno de tensiones, deudas históricas y proyectos que nunca terminaron de materializarse. El antiguo municipio permanece como un lugar suspendido en el tiempo: un cementerio a cielo abierto, un parque memorial incompleto, un destino turístico incierto y un territorio donde la memoria es tan poderosa como la fragilidad de la planificación estatal. Armero no es solo una página de dolor; es una pregunta incómoda sobre cómo un país enfrenta —o evade— la responsabilidad con sus comunidades.
Desde los años noventa, el área fue declarada Zona de Manejo Especial, lo que prohibió por completo su repoblación debido al riesgo permanente del Nevado del Ruiz. Esta decisión, aunque vital para proteger vidas, también congeló la posibilidad de reconstrucción urbana y económica. Lo que antes fue un municipio próspero se transformó en un territorio de ruinas conservadas, cultivos en pequeña escala y visitantes que llegan movidos por la curiosidad histórica o el turismo de memoria. La tierra sigue siendo fértil, pero todo desarrollo está condicionado por la amenaza latente del volcán.
Los sobrevivientes, muchos de los cuales fueron reubicados en Armero-Guayabal y otros municipios de la región, continúan reclamando un modelo de gestión que honre la memoria sin convertirla en un simple atractivo turístico. Las asociaciones de damnificados insisten en proyectos culturales, educativos y productivos que reconozcan su historia y generen oportunidades sostenibles. Sin embargo, estos esfuerzos han chocado con la falta de financiación, la dispersión institucional y el escaso interés político que ha acompañado al caso durante décadas.
El Parque Temático Omaira Sánchez, inaugurado parcialmente en la última década, representa uno de los intentos más visibles por convertir la memoria en un proyecto social. Aunque cuenta con senderos, esculturas y espacios pedagógicos, su desarrollo ha sido lento y dependiente de administraciones locales. Muchos visitantes encuentran un lugar cargado de simbolismo, pero incompleto, con servicios limitados y con un enorme potencial desaprovechado. Para los colectivos de memoria, la mayor urgencia es consolidar un centro histórico y documental que preserve relatos, archivos y testimonios antes de que desaparezcan.
En paralelo, la discusión sobre el uso del suelo se mantiene viva. Muchos campesinos han regresado para cultivar pequeñas parcelas, mientras otros ocupan terrenos que la ley restringe. El Estado enfrenta el reto de garantizar la seguridad sin promover desalojos violentos ni desconocer que estas tierras son una de las pocas opciones económicas en la región. Expertos en gestión del riesgo señalan que el futuro debe centrarse en un modelo de aprovechamiento controlado, agroforestal y educativo, que permita actividad rural sin poner en peligro nuevas vidas.
El Nevado del Ruiz sigue siendo un actor determinante en esta historia. Aunque la vigilancia volcánica es hoy mucho más robusta, con redes satelitales, sensores sísmicos y protocolos modernos, la montaña continúa activa y su comportamiento impredecible. Para los geólogos, Armero es un recordatorio permanente de que la planificación territorial debe basarse en la ciencia y no en deseos o nostalgias. Cualquier proyecto futuro debe contemplar escenarios de riesgo y rutas de evacuación, integrando a la comunidad en procesos de prevención que antes no existían.
En los últimos años, investigadores, artistas, urbanistas y organizaciones de víctimas han planteado visiones renovadas sobre el futuro del lugar: convertirlo en un laboratorio de memoria climática y gestión del riesgo para América Latina; crear un centro biocultural que promueva la investigación del ecosistema del Ruiz; o consolidarlo como un parque memorial de escala nacional. Estas propuestas ven a Armero no como un territorio muerto, sino como un espacio vivo donde la memoria puede convertirse en conocimiento y transformación social.
Hoy, Armero vive en una frontera entre el pasado y el porvenir. No volverá a ser ciudad, pero tampoco desaparecerá mientras sus ruinas sigan contando la historia. El futuro del territorio dependerá de que el Estado, la academia y los sobrevivientes trabajen juntos para darle un sentido digno, educativo y reparador. Cuarenta años después, Armero sigue esperando una respuesta integral. Su destino no debe ser el olvido, sino convertirse en un testimonio permanente de la vida, la prevención y la memoria histórica que Colombia no puede permitirse repetir.
