Barrio Armero en Soacha: el segundo nacimiento de un pueblo que se negó a desaparecer

 

Foto tomada de la Universidad Sergio Arboleda

Después de la tragedia del 13 de noviembre de 1985, miles de sobrevivientes de Armero quedaron vagando entre hospitales, albergues temporales y sedes improvisadas del Estado. Muchos no tenían documentos, ni familia, ni hogar. El país entero se volcó a auxiliarlos, pero la dimensión del desastre superó todo lo previsto. En medio de ese caos, una parte de los damnificados fue trasladada a Soacha, al sur de Bogotá, donde comenzaría una historia casi desconocida: la del Barrio Armero, el lugar donde renació una comunidad que había perdido incluso su propio territorio.


El traslado no fue inmediato ni ordenado. Durante meses, los armeritas vivieron dispersos en campamentos, carpas y coliseos. La decisión de reubicarlos en Soacha se tomó al ver que la reconstrucción de Armero en su sitio original era inviable por riesgo volcánico. El Gobierno adquirió terrenos en la zona de Cazucá y, con apoyo de organismos internacionales, levantó un conjunto de viviendas de emergencia. Muchos llegaron con lo único que sobrevivió del desastre: una muda de ropa y una historia desgarradora.


Las casas eran pequeñas, de paredes delgadas y techos sencillos, pero representaban un nuevo comienzo. A ese asentamiento provisional lo comenzaron a llamar Barrio Armero en memoria de lo que habían perdido. Fue la manera de conservar una identidad colectiva cuando todo lo demás había desaparecido. Allí llegaron familias que en Armero eran comerciantes, agricultores, profesores, enfermeros. Ahora, debían adaptarse a un entorno urbano adverso, marcado por la pobreza y la difícil geografía de Soacha.


El duelo no fue solo material. El desarraigo pesó más que el lodo que los había golpeado. Muchos habitantes relatan que su mayor miedo no era la miseria, sino olvidar: olvidar la casa donde crecieron, los vecinos, los olores del campo, el sonido del río Lagunilla. Por eso, desde los primeros meses, comenzaron a organizar misas, encuentros comunitarios y pequeñas celebraciones en honor a Armero. La memoria se convirtió en la columna vertebral del barrio, y la nostalgia, en una herramienta de resistencia.


Con el tiempo, el asentamiento improvisado se transformó en una comunidad sólida. Los sobrevivientes construyeron escuelas, tiendas, capillas y salones comunales. El espíritu trabajador que caracterizó al viejo Armero resurgió: emprendieron panaderías, talleres, cooperativas de artesanos y viveros. En los años 90, el barrio ya tenía organización propia, juntas de acción comunal y una intensa vida comunitaria. Soacha, que los recibió en un momento dramático, se convirtió en su nuevo hogar.


Pese a los avances, la comunidad enfrentó dificultades profundas. La violencia urbana, la falta de servicios públicos, el desempleo y el estigma social golpearon a las familias armeritas. Muchos murieron con la esperanza de volver algún día a su tierra, aunque fuera para ver la planicie donde alguna vez se levantó el pueblo. Otros regresaron periódicamente a la antigua zona, aún cubierta de maleza y despojos, para rendir homenaje a quienes no sobrevivieron. La nostalgia fue una compañera permanente.


Sin embargo, el Barrio Armero también logró lo que parecía imposible: preservar una identidad colectiva durante cuatro décadas, incluso lejos de su geografía original. Hoy, siguen vivos los apellidos, los relatos, las recetas, las tradiciones y los vínculos comunitarios que los unen. Los jóvenes, hijos y nietos de sobrevivientes, crecieron con la historia tatuada en la memoria familiar, sabiendo que pertenecen a un pueblo que desapareció físicamente, pero que se reconstruyó en espíritu.


A 40 años de la tragedia, el Barrio Armero en Soacha es un símbolo de resiliencia nacional. Es la prueba de que un pueblo puede perder su tierra, pero no su alma. Desde las laderas polvorientas de Cazucá, los sobrevivientes han levantado un espacio donde Armero sigue vivo, no como un recuerdo doloroso, sino como una comunidad que se niega a ser borrada por el lodo de la historia. Allí, cada 13 de noviembre, la memoria vuelve a florecer.

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