| Foto tomada de Vanguardia Liberal. |
Cuarenta años después, Armero sigue siendo una herida que no cicatriza y un espejo incómodo que Colombia prefiere evitar. Cada noviembre regresamos a ese territorio arrasado entre lodo, silencio y abandono, pero seguimos preguntándonos si realmente hemos aprendido algo. La tragedia del 13 de noviembre de 1985 no fue un accidente natural inevitable, sino el resultado de una cadena de desatenciones, advertencias ignoradas y una desconexión profunda entre el Estado y su gente. Volver sobre Armero, entonces, no es un acto nostálgico: es un deber moral.
Recordar a Armero implica romper con la narrativa simplista del desastre y reconocer la dimensión humana de lo ocurrido. No fueron cifras, fueron vidas. No fueron ruinas, fueron proyectos truncados. No fue solo la fuerza del volcán, sino la fragilidad institucional. Es inevitable sentir una mezcla de dolor y rabia cuando uno escucha nuevamente las voces grabadas, revisa los archivos o visita los campos donde alguna vez hubo calles, colegios, comercios y risas. Armero no se hundió en tierra fría: se hundió en la indiferencia de un país que llegó tarde.
Hoy, cuando algunos ciudadanos apenas recuerdan el nombre de la tragedia o lo asocian únicamente con la foto de Omayra Sánchez, es urgente preguntarnos qué significa hacer memoria en Colombia. La memoria no es un acto ceremonial ni un homenaje anual; es una forma de hacernos responsables del pasado. Olvidar es una comodidad peligrosa. Recordar, en cambio, es un acto político. Y en el caso de Armero, un acto de reparación. La memoria, como un río subterráneo, reclama salir a la superficie.
Sería fácil atribuir la negligencia de aquel entonces a otra época, a otros gobiernos o a un país distinto. Pero la verdad es que seguimos teniendo Armeros latentes: fallas en la gestión del riesgo, desigualdades profundas en el territorio, alertas que se ignoran hasta que se convierten en tragedia. Armero debería ser un manual de prevención para todos los alcaldes, gobernadores y ministros. Debería estar en los currículos escolares, en los debates nacionales, en la conciencia colectiva. Y, sin embargo, la historia insiste en repetirse.
A 40 años, la tragedia también nos obliga a revisar la forma en que narramos el dolor. Por años, los sobrevivientes han tenido que cargar no solo con la pérdida, sino con la invisibilidad. La reconstrucción nunca llegó, las promesas quedaron enterradas en el barro y la voz de las víctimas fue reemplazada por discursos oficiales. Colombia aún le debe a Armero una reparación simbólica profunda: devolverle a quienes sobrevivieron el derecho a ser escuchados y reconocidos como protagonistas de su propia memoria.
Lo que ocurrió en Armero no puede limitarse a una efeméride. Debemos hacer un esfuerzo consciente por documentar, por escuchar, por enseñar. El país tiene una responsabilidad con las nuevas generaciones: que nadie crezca creyendo que los desastres naturales son inevitables y que la vida rural es prescindible. Armero es una lección de humanidad y de Estado. Debería ser, también, un llamado a construir instituciones capaces de prevenir, proteger y responder con dignidad.
Escribir sobre Armero cuarenta años después es enfrentarse a un país que a veces parece condenado a olvidar. Pero también es un ejercicio de esperanza. La memoria no solo revive el pasado; también permite imaginar un futuro distinto. Un futuro donde la vida de un niño campesino valga lo mismo que la de cualquier ciudadano en la capital. Un futuro donde la ciencia, la educación y la justicia trabajen juntas para evitar nuevas tragedias. Un futuro donde recordar sea un acto colectivo de amor.
Porque, al final, mantener viva la memoria de Armero es honrar a quienes ya no están, pero también a quienes siguen esperando justicia. Mi deseo, desde este lugar que me da la palabra, es que el país abrace la memoria no como un peso, sino como una oportunidad. Armero no es solo una fecha: es una deuda histórica. Y solo podremos saldarla cuando recordemos no para llorar, sino para transformar. Porque un país que recuerda es un país que, finalmente, aprende a vivir.
Columna de. Jhonatan Rojas Ahumada - Director Impacta
