La edición 52 del Festival Internacional de la Cultura Campesina (FICC) concluyó dejando un balance que confirma a Boyacá como un territorio donde el arte no es un adorno institucional, sino una fuerza viva que transforma, educa y conecta comunidades. Durante más de un mes de programación descentralizada, el festival reunió a artistas de Colombia y el mundo, consolidando un encuentro que combinó memoria, creación contemporánea, tradición rural y nuevas pedagogías artísticas con fuerte arraigo territorial.
Las artes plásticas abrieron el camino con 36 murales en Zetaquira y Sogamoso, tres salones expositivos en Tunja y la premiación de artistas mujeres que trabajan desde la memoria y el territorio. La participación de creadores de España, México, Venezuela y Argentina demostró que el arte campesino puede dialogar con lenguajes globales sin perder su raíz. Las curadurías apostaron por obras que narran el campo desde la sensibilidad, la experiencia y el orgullo de origen.
El circo marcó uno de los hitos del festival al reunir a más de 2.500 asistentes en funciones, talleres, funciones urbanas y las esperadas Circolimpiadas en Sogamoso. La presencia del maestro internacional “Loco Brusca” y la puesta en escena del Circo de la Rúa confirmaron que la disciplina dejó de ser entretenimiento marginal para convertirse en dispositivo formativo, poético y comunitario. Boyacá ya no solo ve circo: ahora lo produce, lo investiga y lo hereda.
La narración oral, uno de los ejes identitarios del FICC, reunió a más de 20 cuenteros locales, nacionales e internacionales que recorrieron plazas, teatros y veredas. La oralidad campesina, el humor cotidiano, la poesía improvisada y la memoria popular marcaron una programación que demostró que la voz sigue siendo un vehículo de resistencia en tiempos de saturación digital. La clausura en Togüí, con poesía costumbrista, selló un homenaje a la palabra viva del campo boyacense.
La danza fue el puente entre culturas. Ballets folclóricos de México, Panamá y Argentina compartieron escenario con compañías de Nariño, Antioquia, Bogotá y Boyacá en auditorios, plazas y teatros. La ocupación total del Teatro Mayor Bicentenario confirmó que la corporalidad es un lenguaje universal, capaz de narrar territorio sin necesidad de traducción. Boyacá bailó con el mundo y el mundo encontró arraigo en Boyacá.
La música, por su parte, fue la columna vertebral del festival: diez mil asistentes disfrutaron conciertos, clases magistrales y encuentros comunitarios con artistas de diez países. La presencia de Paquito D’Rivera, Berta Rojas y Andrés Barrios reforzó el carácter internacional del evento, mientras la participación campesina reivindicó los sonidos que nacen de la tierra. La música volvió a demostrar que el FICC es un festival que abraza todas las generaciones.
El carácter descentralizado del festival fue su mayor victoria: Zetaquira, Togüí, Paipa, Duitama, Chiquinquirá, Villa de Leyva y Sogamoso no fueron periferia, sino escenario. La cultura dejó los centros urbanos para respirarse en veredas, parques, auditorios escolares y plazas públicas. El FICC no fue un evento para las élites, sino una fiesta de la raíz campesina contada desde múltiples lenguajes artísticos.
En esta edición, el FICC no solo celebró el arte: lo sembró. Lo llevó a los territorios, a la memoria, a la infancia, a los cuerpos en movimiento, a la palabra y al silencio. Más que un festival, fue un recordatorio de que la cultura no es lujo, sino alimento; no es souvenir, sino herramienta política y afectiva que sostiene la identidad de un pueblo que crea incluso cuando trabaja la tierra.
