En un ecosistema saturado de reality shows y formatos repetidos, La Influencer ha logrado lo que pocos programas de entretenimiento en español: convertir a sus protagonistas en un espejo incómodo —y a veces ferozmente divertido— de los rasgos más tóxicos de la cultura relacional digital. Avril, Teresa y Yesenia no son villanas clásicas, pero sí un manual viviente de cómo la obsesión por tener la razón puede volverse un espectáculo viral. Su seguridad extrema, su necesidad de control y su incapacidad para perder alimentan tanto el rating como el debate.
La audiencia no solo sigue el programa: lo disecciona. Comentarios en redes, memes y hilos de análisis han convertido a las tres protagonistas en caso de estudio emocional. Los seguidores identifican patrones: no superar al ex y convertirlo en persecución emocional; ejercer control absoluto sobre hijos, parejas o rivales; y, quizá el más polémico, no querer estar con el ex, pero impedir que esté con alguien más. Un retrato perfecto —y deliberadamente exagerado— de las relaciones de poder en tiempos de redes sociales.
El fenómeno no es accidental. Según fuentes del equipo de producción, el casting se centró en un tipo de personaje que genera conversación: mujeres con narrativa fuerte, cero miedo al conflicto y discursos que provocan tanto rechazo como fascinación. No son “malas”: son complejas, estratégicas y emocionalmente ruidosas. Una mezcla calculada entre reality drama clásico y la psicología del algoritmo, donde el gesto, la frase incómoda y el estallido emocional son capital narrativo.
La palabra “tóxica” no aparece en el programa, pero domina todo el meta-relato digital. La audiencia participa activamente, completando la ecuación: “si usted se identifica con alguno de estos comportamientos… cuidado”. La línea entre entretenimiento y autodiagnóstico se vuelve difusa. Lo que inicia como comentario televisivo, termina como espejo cultural. La toxicidad, vista desde el sofá, se convierte en entretenimiento terapéutico: reírse de lo que nos duele, sin admitirlo del todo.
Más allá del ruido, La Influencer confirma una tendencia en la industria: los formatos ya no solo compiten por rating, sino por conversación sostenida. Importa tanto lo que ocurre al aire como lo que el público multiplica después. El reality no narra una historia, sino que dispara comportamiento digital: clips, debates, juicios morales, test, parodias, imitaciones. La toxicidad, en versión televisiva, es un negocio rentable… siempre que tenga rostro, ritmo y narrativa.
Y la pregunta final, que el propio programa lanza a los espectadores, funciona como un disparador perfecto para engagement: ¿Qué otro rasgo tóxico falta en la lista? No es solo una frase: es una invitación a convertir el reality en laboratorio emocional colectivo. Mientras tanto, Avril, Teresa y Yesenia siguen siendo el reflejo más incómodo —y exitoso— de una era donde la autenticidad se mide en likes, y el conflicto, en reproducciones.
