Hay festivales que se cierran con aplausos, y otros que se cierran con latidos. El Festival Internacional de la Cultura Campesina (FICC) eligió la segunda opción: finalizó su versión 52 con una mezcla de literatura, música y territorio que convirtió a Boyacá en una constelación creativa. Entre ferias, guitarras, poesía y sonidos rurales, el mensaje fue claro: la cultura no se clausura, solo se transforma.
En Tunja, la Cabina Poética fue el punto de encuentro para quienes aún creen que la literatura —lejos de los salones solemnes— sigue siendo un acto de respiración. Los visitantes entraban, hablaban, escuchaban, confesaban. La palabra como territorio íntimo. Muy cerca, el Colectivo Huracán levantó una muestra comercial que no parecía una feria de libros, sino un manifiesto: “Hay muchos escritores colombianos novedosos que les pueden interesar”, dijo Doris, una de sus integrantes, devolviéndole futuro a una frase que tantas veces se dijo en pasado.
El libro también viajó. En Paipa, la presentación de Industria de la música, desde la inspiración hasta la monetizaciónreunió a quienes entienden que el arte ya no puede romantizar su economía. Y en la feria CosechArte, la Antología Literaria FICC se presentó como un álbum de voces campesinas, urbanas, jóvenes, memoriosas: los textos ganadores de la convocatoria bien podrían ser la cartografía emocional del festival. “Es ver cómo utilizan esa parte cultural y la embellecen a través de la literatura”, comentó una asistente. Nadie la contradijo.
Pero si la literatura hizo vibrar la mente, la música se encargó del cuerpo. En Villa de Leyva, un taller de guitarras acústicas y electrónicas abrió la jornada con un diálogo insólito entre lo urbano y lo ancestral. Más tarde, los maestros Francisco Correa y Daniel Forero demostraron que entre el jazz y la música clásica no hay fronteras, solo cuerdas. Tunja, mientras tanto, se convirtió en escenario múltiple con Elysium y Eskala Parrandera, prueba viva de que la fiesta también puede tener técnica.
El festival no fue un solo punto en el mapa: fue una red. En Sogamoso, dos bandas sinfónicas —una de Medellín y otra de Boyacá— se encontraron en la Universidad de Boyacá para un concierto que sonó más a puente que a recital. Y la pregunta flotaba: ¿qué pasaría si el país aprendiera de la disciplina musical para intentar afinar lo colectivo?
El último día ya tiene libreto: en Paipa, el Parque Jaime Rook será testigo de un concierto didáctico entre la Red de Músicas de Medellín y la Banda Juvenil de Paipa. En Boyacá y Togüí, Los de la Moña, Aires del Campo y Matangacerrarán la fiesta con ritmos que no son folclor sino memoria reincidente. Ritmos que no descansan: regresan, se heredan, se tocan.
Así termina la versión 52 del FICC: no con silencio, sino con promesa. La poesía encontró su casa, la música encontró su eco, y la cultura —esa palabra gastada que aquí vuelve a tener peso— encontró su manera de seguir naciendo en el campo. El festival cierra, pero el pulso queda. En Boyacá, la creación no se despide: se siembra.
